viernes, 2 de octubre de 2009

El paradigma Malraux



Por Patricio Lóizaga

El pensador italiano Norberto Bobbio advierte que el intelectual político y el intelectual puro representan dos modelos positivos y no necesariamente antagónicos, aunque con frecuencia al relacionarlos se presentan en forma opuesta y negativa. Bobbio señala que la ambivalencia del término “intelectual” es axiológica y ejemplifica con adjetivos extremadamente duros y directos que detrás de la figura del intelectual – guía aparece la imagen del corruptor, del falso pedagogo, del falso profeta, del demagogo; a su vez, detrás de la figura del intelectual custodio de los valores eternos emerge la contrafigura del inepto, del decadente, del parásito. Bernard Henry-Lévy ha planteado que el concepto de intelectual, la palabra “intelectual”, adquiere el significado actual a partir del affaire Dreyfuss y que en los diccionarios Larousse o Littré aparecía menos como sustantivo –el intelectual, un intelectual- que como adjetivo y que éste, en la mayoría de los casos, se presentaba con una connotación peyorativa. Cuando en un escritor se mencionaba una tendencia intelectual era para indicar lo que tiene de encorsetado, de contrario al verdadero pensamiento. Raymond Williams, reconocido como uno de los grandes fundadores de los estudios culturales, ha señalado que en Inglaterra este uso peyorativo se extendió hasta mediados del siglo XX.
Hace falta el caso Dreyfuss, dice Henri-Lévy, para que un grupo de hombres y mujeres retomen el adjetivo, inviertan su sentido y hagan de él ya no sólo un nombre, sino mucho más, un título de gloria y hasta un emblema. Para Lévy hay algo de provocador en este procedimiento que de una manera muy audaz convierte, en Francia, una descalificación social en un papel privilegiado dentro de la sociedad. Esa sería la clave del rol que adquiere el sujeto intelectual a partir de Émile Zola y del caso Dreyfuss. Y particularmente desde la publicación del llamado manifiesto de los intelectuales publicado por Georges Clemenceau en enero de 1898 en L’aurore littéraire, artistique, sociale.
Hay una extensión social a partir del caso Dreyfuss del papel del intelectual. Diderot estaba solo. Voltaire estaba solo. La idea que hoy tenemos del intelectual es la del intelectual interviniendo en episodios sociales y políticos. Edward Said tiene un libro poco difundido cuyo título es Representaciones del intelectual y que corresponde a una serie de conferencias organizadas por la BBC de Londres durante 1993. Dice Said: “El intelectual es un individuo dotado de una facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y a favor de un público. Este papel tiene una prioridad para él, no pudiendo desempeñarlo sin el sentimiento de ser alguien cuya misión es la de plantear públicamente cuestiones embarazosas, contrastar ortodoxia y dogma (más que producirlos), actuar como alguien al que ni los gobiernos ni otras instituciones pueden domesticar fácilmente y cuya razón de ser consiste en representar a todas esas personas y cuestiones que por rutina quedan el olvido o se mantienen en secreto”. Según Said, el intelectual actúa de esta manera partiendo de los siguientes principios universales: todos los seres humanos tienen derecho a esperar pautas razonables de conducta en lo que respecta a la libertad y la justicia por parte de los poderes o naciones del mundo y las violaciones deliberadas o inadvertidas a tales pautas deben ser denunciadas y combatidas con valentía. Said, que ha desatado grandes polémicas por defender la causa palestina, también reconoce un hito en el caso Dreyfuss y afirma que una de las tareas del intelectual consiste en el esfuerzo por romper los estereotipos y las categorías que limitan el pensamiento y la comunicación y, en ese sentido, advierte que no existen para el intelectual reglas que le permitan saber qué es lo que tiene que decir o hacer y, a su vez, que para el intelectual laico no existen dioses a los que servir y de los cuales se puedan obtener orientaciones seguras. Si para Marx la religión es el opio del pueblo, para Raymond Aron el marxismo como religión es el opio, los intelectuales, en términos de Said, estarían contradiciendo la idea de no tener un dios al que servir.
Jean-François Lyotard, el autor de La condición humana, retoma de algún modo a Aron en su idea de que estamos ante la crisis de los grandes relatos totalizadores, los megarrelatos, aquellos que nos suministraban todas las respuestas existenciales: nuestra relación con el dinero, con la familia, con el trabajo, con el sexo, con le partido. Lyotard homologa como gran relato totalizador al marxismo con las religiones. Pero no se trata del marxismo como sociología, es el marxismo en su expresión de régimen y doctrina, expresado paroxísticamente en el socialismo real, o más precisamente, en el stalinismo, con el que rompe Malraux a fines de los años treinta. En una conversación con Beatriz Sarlo, a principios de 1998, la autora de Escenas de la vida posmoderna recordaba que, hace muchos años, pasó de una formación católica estricta al marxismo revolucionario. De un seminario a otro. De un gran relato totalizador a otro gran relato totalizador, en términos de Lyotard. Y reivindicaba hoy su necesidad y aptitud de independencia, o dicho de otro modo, su ineptitud para la política tal cual ahora se concibe y se realiza. Para Sarlo, el intelectual es hoy pura interioridad y el político es pura exterioridad.
Tomás Maldonado, pensador argentino radicado en Italia y figura clave del pensamiento contemporáneo, autor de libros como El futuro de la modernidad y Lo real y lo virtual, presentó en 1995 en Italia un ensayo que lleva por título “¿Qué es un intelectual?”. Maldonado coincide con Edward Said en la idea de que actualmente todo aquel que trabaja en cualquiera de los campos relacionados con la producción o con la distribución del conocimiento es un intelectual, y advierte que en la mayor parte de las sociedades industrializadas de Occidente las llamadas industrias del conocimiento han crecido significativamente en relación con las industrias que se mueven en el ámbito de la producción física. Maldonado sitúa un momento de máxima popularidad e influencia, de gran reconocimiento del papel del intelectual, en el período que va desde la inmediata Posguerra hasta mediados de los años setenta. Es el intelectual que toma posición o se le invita a hacerlo sobre las más variadas cuestiones de la vida pública. Se trata del intelectual que firma manifiestos y frecuentemente encabeza manifestaciones. En este contexto surge un tema de gran interés, aunque de difícil interpretación, dice Maldonado. Y este tema es la fascinación que los partidos políticos –sobre todo los de izquierda y especialmente el Partido Comunista- han ejercido por largo tiempo Furetsobre los intelectuales. Una atracción que Maldonado define como agridulce. Una fascinación vivida en espíritu cambiante, en la que frecuentemente se pasaba de la fascinación amor a la fascinación odio, de la ciega atracción a la igualmente ciega repulsión. Este es el escenario de Malraux.
Pensar en Malraux significa inteligir el complejo proceso de la gran ilusión bolchevique (el término ilusión pertenece al historiador François Furet) y la gran frustración que supone el stalinismo. Este es el escenario de Malraux, el fin de la ilusión de la ilusión de Furet. El siglo XX, la era del comunismo, según el historiador alemán Ernest Nolte, si consideramos la extensión e influencia de un proceso que se inició en 1917 y colapsó en 1989. Maldonado usa una metáfora cardíaca, una relación con el partido al que se pertenecía o se adhería, una relación de diástole-sístole. Un fenómeno que se explica en clave psicológica, ahí está la proverbial inestabilidad del intelectual.
En 1962, en un agasajo memorable organizado por Jackie Kennedy en la Casa Blanca, en una misión que despertaba todo tipo de expectativas sobre el papel de Francia y la actitud de De Gaulle en la Guerra Fría, Malraux escucha estas palabras en boca del presidente Kennedy: “Todos deseamos participar en las múltiples aventuras que puede ofrecer la vida, pero M. Malraux nos aventaja a todos. Nosotros somos los descendientes de pioneros que, personalmente, eran hombres de gran vitalidad. Pero Malraux ha dirigido una expedición arqueológica en Camboya, ha estado en relación con Chan Kai-Shek y con Mao Zedong, participó en la Guerra Civil española y en la defensa de su país, siguió al general De Gaulle y ha sido, al mismo tiempo, una gran figura del campo creativo. Creo que nos deja muy atrás. Por todo ello, nos sentimos muy orgullosos de tenerlo entre nosotros.”
Mucho se ha discutido y mucho se ha publicado sobre las hazañas de Malraux. Pocas figuras han despertado tanto interés y han sido tan atravesadas por la crítica y por la impugnación como André Malraux. En ese sentido, el trabajo más reciente es la biografía de Oliver Todd, también biógrafo de Camus. Detengámonos un momento en los episodios de la Guerra Civil española. Hace dos años, Paul Nothomb, camarada del autor de La esperanza, publicó el libro Malraux en España, con prefacio del escritor Jorge Semprún, sobreviviente del nazismo y primer ministro de Cultura de Felipe González. Se trata de un libro notable que reproduce ciento veinte fotografías de la campaña desarrollada por la escuadrilla Malraux. Un libro útil y grave, simple y trágico, en las palabras de Semprún.
Bernard Henri-Lévy, que entrevistó a Paul Nothomb para su gran investigación sobre el controvertido itinerario de los intelectuales franceses en el siglo XX, nos dice: “Sobre el papel de André Malraux en España existen, como siempre, cuando se trata de él, dos tesis enfrentadas. Por un lado esos testimonios irónicos o despectivos que ponen en duda la eficacia y, a menudo, la realidad del compromiso de Malraux”. Esos testimonios, nos advierte Henri-Lévy, provienen invariablemente de las mismas fuentes. Los ámbitos comunistas o precomunistas de los que en esos años Malraux fue compañero de ruta bastante entusiasta, y que no le perdonaron después de la guerra, su distanciamineto primero y luego su ruptura. Se indigna Henri-Lévy: “Desprecio. Venganza. Voluntad de ensuciar a un hombre del que uno se ha sentido lo bastante próximo como para considerarse traicionado cuando te abandona”. Los ejemplos de Lévy son dos: Garaudy y el general republicano Hidalgo de Cisneros. Garaudy publica en 1947 el libro Literatura de sepultureros. Allí afirma que Malraux llega a España con un contrato que le asegura paga doble efectiva, en dólares en parís y en pesetas en Madrid. Hidalgo de Cisneros, comandante en jefe de la aviación republicana, se expresa en estos términos: “No tengo duda de que Malraux fuera a su manera un progresista o que no tratara de buena fe de ayudarnos, puede que aspirara a desempeñar entre nosotros un rol análogo al que desempeñó Lord Byron en Grecia, no sé; pero lo que sí puedo afirmar es que si la adhesión de un escritor de gran renombre podía servir útilmente a nuestra causa, su contribución en tanto que jefe de escuadrilla se reveló por completo negativa. André Malraux no tenía la menor idea de lo que era un avión y pienso que no se daba cuenta de que un aviador no se improvisa, menos aún en tiempos de guerra”.
Paul Nothom, belga de nacimiento, miembro activo del Partido Comunista, conoce a Malraux en 1935 cuando éste preside un encuentro antifascista en Bruselas. Nothomb recuerda que al principio el Partido Comunista no permitía a sus miembros ir a España por la posición de Rusia ligada a la no intervención, que sólo admitía una excepción, la de los técnicos. Nothomb había sido aviador y es por ello que se presenta en la sede del partido en París y de allí lo envían a la Embajada de España; le ofrecen un gran contrato, con un gran seguro por fallecimiento y excelente salario. Viaja inmediatamente a Barcelona y a Madrid y allí se encuentra con Malraux. Bernard Henri-Lévy le pregunta a Nothomb qué aspecto tenía Malraux. ¿Un escritor, un militar, un jefe guerrero, un soñador? Nothomb piensa que Malraux era Malraux y si fundó esa escuadrilla, si la inventó él solo, es porque era todo eso a la vez. Para Nothomb, Malraux tuvo el genio, en el momento de la guerra de España de ver qué era lo que había que hacer. No ir al Café de Flore a discutir, sino hacer realmente algo. ¿En qué consistía la escuadrilla? ¿Cuántos aviones tenía, cuántos pilotos? La componían treinta personas y nunca más de diez aviones. La escuadrilla desempeñó desproporcionado a su tamaño. Nothomb insiste: “Malraux comprendió enseguida que si se quería ayudar a España no había de ser convocando mítines o manifestaciones sino haciendo algo en concreto, enviando aviones. Los aviones había que comprarlos y a eso se dedicó él, comprándolos en Europa Central. Luego hizo el siguiente razonamiento: son necesarios pilotos para esos aviones, son necesarios pilotos experimentados, nada de románticos. Pero esa gente por lo general no es de izquierda. Así que comprometamos a la gente adecuada, a precio de oro si es necesario, la cuestión es que tiren bombas a los fascistas, en tanto que unos pilotos revolucionarios estrellarán el avión y no servirán para nada. Como España tenía dinero, lo puso a disposición de Malraux y se hicieron contratos para toda esa gente. Para contar con profesionales hay que pagarlos, es la única manera. Más tarde, Malraux tuvo tendencia a pasar en silencio este episodio de su vida. Se equivocó. Porque eso prueba que era un hombre serio, preocupado por la eficacia.”. Cuando Henri-Lévy le señala a Nothomb que era un mercenario, éste se opone: “Yo no era un mercenario, yo había partido como voluntario. Pero me dijeron que debía firmar un papel, ya que el gobierno español debía contar con garantías de cara a los súbditos extranjeros, en especial por los seguros, para el caso de que murieran y su gobierno de origen se viera tentado de hacer un reclamo. De ahí los muy elevados seguros de vida, que estaban condicionados por el salario. Los pilotos recibían sumas extraordinarias. Fue así que se reclutó un cierto número de pilotos, incluida gente que había estado metida en el asunto de la prohibición en los Estados Unidos, gente que había importado alcohol desde Canadá. Aventureros puros, que hacían eso por dinero. Dicho lo cual cabe precisar que la mayoría de ellos no lo habrían hecho, ni siquiera por dinero, para Franco”. ¿Participaba Malraux en las operaciones? Muchas veces sí. Nothomb recuerda que si bien no tenía dotes de aviador, más de una vez asumió el papel de ametrallador delantero. Enfatiza que tenía un gran valor físico y que, incluso, aunque no estuviera en un puesto de combate estaba allí, en los vuelos. “Sabíamos muy bien que Malraux no estaba allí para mandarnos y luego quedarse en su despacho”.
A 25 años de su muerte, que se conmemoraron el 23 de noviembre de 2001, la figura de Malraux aparece con enorme carga polémica. De la glorificación parece haberse pasado a la demonización. En esa voluntad por criticarlo, por impugnarlo, puede leerse una vocación y acaso una necesidad de cuestionamiento al papel del intelectual, uno de los sujetos sociales y culturales más preservados y autopreservados del siglo XX. Cuando se analiza el itinerario de los intelectuales en trabajos como La rive gauche de Herbert Lottman o Las aventuras de la libertad de Henri-Lévy, se plantea la revisión crítica de posiciones que quedaron fuertemente deslegitimizadas a partir del gran fracaso marxista (el término es de Brzezinsky). En su libro, Lottman afirma que “nadie gozaba en aquella época de mayor prestigio que André Malraux”. Lottman se refiere al período 1935-1950. Cuando Malraux adhiere a De Gaulle quedará atrapado en una frontera que dividía a la izquierda y el gaullismo. La gente de izquierda no lo perdonaría nunca y los gaullistas no lo aceptarían del todo.
Con motivo del traslado de sus restos al panteón, Jacques Chirac lo reivindicó al decir que nadie como Malraux expresa y representa al gaullismo, definido por los grandes politólogos como un régimen, un movimiento y una doctrina.
Para más de un historiador, Malraux fue el hombre que comunicó la idea gaullista, que dotó de carga simbólica al fenómeno que configuró la quinta República o la Francia moderna. La formidable acción como ministro de Cultura ha quedado instalada en todo Occidente como paradigma de política cultural. Uno de los mayores expertos mundiales en el tema, Jacques Rigaud, ha dejado teorizado en dos de sus libros la relevancia del papel fundador de Malraux en la gestión cultural: L’exception culturelle y Les deniers du rêve. La figura de Malraux ofrece un paradigma de naturaleza política –en vinculación con el gaullismo-, un paradigma cultural y un paradigma intelectual. Malraux escribió novelas memorables hasta mediados de los años cuarenta y luego su obra se consagró al ensayo. Indiscutiblemente, contribuyó a la construcción de un mito. La desmitificación no debería impedir el rescate de una vida y una obra llena de sugestivas enseñanzas.
Ese lugar que ocupa Malraux, ese triple paradigma, tan vigoroso como provocador, con tanta fuerza pedagógica como polémica, en las tres esferas, es único en la historia política, intelectual y cultural del siglo XX.


Archivos del presente, octubre/noviembre/diciembre de 2001

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