sábado, 12 de septiembre de 2009

Diálogo con Bioy Casares


Su pudor, su cortesía, su inteligencia están despojados de toda especulación. Son sinceros. Con esa sinceridad tan infrecuente. Curioso privilegio, creo. Sospecho que detrás de esa obra monumental hay un espíritu sereno que contempla todo, todo, con cierto escepticismo pero –singularmente- sin perder la alegría de la aventura humana.

Por Patricio Lóizaga,
Cultura, marzo/abril de 1988



¿Cuándo toma usted conciencia de que su destino va a ser la literatura?

Antes de tomar conciencia sentí el impulso de escribir. Pero no pensé que ese fuese mi destino. Mi primera historia la escribí –lo he dicho muchas veces, lo diré una más- para enamorar a una prima. Luego sucedió que me hablaron del libro de Gastón Leroux El misterio del cuarto amarillo. La idea de la novela policial me estimuló e intenté un cuento largo que se llamó Vanidad, o una aventura terrorífica. Luego, en segundo año del Colegio Nacional tuve una materia que se llamaba Introducción a la literatura. En ese momento fue cuando sentí el deseo de leer todo, y el deseo de provocar en los demás la fascinación que en mí provocaron ciertos libros. Desde ese entonces hasta más o menos los 30 años leí todo lo que pude, y también escribía todos los días.

¿Qué escribía?

Sobre todo cuentos. Pero hubo tres o cuatro novelas inconclusas. Algunas de 600 o 700 páginas, y sin embargo inconclusas.
Desde que tengo conciencia he soñado todas las noches. Y he soñado con argumento. Los primeros cuentos que escribí eran dictados por los sueños. El sueño fascina al soñador, pero contado a otra persona provoca tedio. Mis cuentos provocaron ese tedio, por lo cual comprendí que tenía que cambiar de técnica. Así fue que tuve que inventar.

Ángel Garma dice que en los sueños aparecen permanentemente elementos de la infancia junto con sucesos cotidianos.

Yo digo por ahí que el decorador de los sueños se cansa de pronto. En buena medida es así. En ellos se acepta la incoherencia aún con más facilidad que en la vigilia.

Por lo general uno en la adolescencia tiene grandes figuras a las que admira. Cuando usted empieza a descubrir su pasión por la literatura, ¿a quiénes admiraba?

Más que a personas admiraba a obras. A algunas de ellas las desapruebo totalmente ahora. Por ejemplo, al Ulysses de Joyce, que como a toda la gente de mi época, me atraía muchísimo.

¿Hay alguna de esas novelas que haya conservado su admiración?

Sí, por supuesto. Sigo releyendo el Quijote. Hace poco una revista me pidió que hiciese una lista de las diez mejores novelas de la lengua castellana. Eso me llevó a pensar lo difícil que es que en una lengua haya diez novelas verdaderamente buenas. Pues bien, entre esas diez mejores novelas yo incluiría al Quijote sin lugar a dudas, a pesar de que es una novela bastante atípica.

Usted habló en cierta forma de seducción cuando hizo referencia al deseo de leer. ¿Era conciente de ello?

Más que de seducción preferiría hablar de fascinación, acompañada de un vértigo agradable, del deseo de entrar en ese mundo. Me parecía que la literatura le agregaba cuartos al mundo, como se le agregan cuartos a una casa. Y esos cuartos eran infinitos e interesantísimos.

¿Cuáles autores argentinos leía en esa época?

Leí a Mármol, Amalia, a López, La novia del hereje, libro que me gustó muchísimo. También leí y sigo leyendo a Mansilla, no sólo Una excursión a los libros ranqueles, sino Las causeries de los jueves. Las Memorias del General Paz, los Diarios de Iriarte, la Historia argentina de López, esos diez volúmenes que se leen como una novela. Estoy sorprendido y admirado por la riqueza de la literatura argentina. Podemos pensar que aunque la suerte ha sido ingrata con nosotros, tenemos la compensación de una literatura extraordinaria.

¿Cómo escribe? Me refiero también a los aspectos materiales. Por ejemplo, sé que escribía a mano y no a máquina. ¿Sigue haciéndolo?

Sí. Nunca escribí a máquina de primera intención. Siempre hago manuscritos mis borradores. Incluso también los corrijo a mano. Luego, cuando creo que están lo suficientemente pulidos recién ahí los paso a máquina, donde naturalmente los vuelvo a corregir.
En fin, creo que nuestra tensión es siempre insuficiente y siempre necesaria. El original que considero suficientemente corregido lo dejo unos días. Vuelvo a leerlo y encuentro errores flagrantes. Siempre me ha sucedido. Nunca he publicado un libro para recibir, digamos, una alegría tranquila. Cuando aparece le libro tengo un cierto sobresalto, temor de que algún error se me haya pasado.

¿A usted le importa el juicio del lector? ¿Piensa en el lector en el momento de la creación?

Tuve un profesor de filosofía que despreciaba mucho a los eclécticos. Sin embargo, yo he sido siempre un ecléctico, y sigo siéndolo. Cuando formo la idea de una trama sigo la idea, y nada más que la idea. Pero cuando escribo trato de no olvidarme del lector, en todo sentido. Trato de ser claro, de retenerlo con cierto suspenso. Siempre tengo en cuenta que lo que se escribe se escribe para un lector. Aunque a veces los olvido, porque me interesa la historia que estoy contando, trato de despertarme y decir: existe un lector; para él estoy escribiendo.

Otros escritores dicen que escriben porque no pueden hacer otra cosa…

Le digo por qué escribo. Escribo porque es una tarea que me resulta interesante y que me da mucha alegría. Me considero afortunado de poder tener este oficio que me es tan grato. No voy a mi escritorio por obligación, sino porque voy a pasar un buen momento.

¿Es al mismo tiempo una necesidad?

Sí, desde luego. Expresar las cosas que me interesan es una necesidad. Además tengo el hábito de hacerlo. Llevo una libreta conmigo donde continuamente estoy escribiendo. No sé si se publicará o no, pero siempre escribo como si fuese a ser publicado. Con el mínimo de decoro, de corrección, de sensatez que exige la publicación. Además se me ocurren cosas. No considero que sea un mérito. Es una costumbre de mi mente inventar historias, y si me parece que puedo compartirlas las escribo.

Y se preocupa por sus lectores. Muchos artistas, sin embargo, dicen que el creador no debe pensar en sus destinatarios.

No entiendo a aquellos que dicen: ¡el lector que reinvente! Además, soy humilde. La vida me ha enseñado que muchas veces me he equivocado, y que muchas veces los demás ven cosas que yo no veo. Siempre conté que cuando estaba dictándole Dormir al sol a una chica, cuyo apellido es Airas, me dijo que era mejor poner el primer capítulo al final. Yo comprendí que tenía razón. Lo hice y el libro mejoró. Esto ocurre muchísimas veces. Si alguien nos dice algo que es favorable tenemos que recogerlo.
Mi primer libro, que se llama Prólogo, fue corregido por mi padre. El profesor de filosofía que le mencioné, aquel que despreciaba a los eclécticos, me dijo a manera de reproche que yo había admitido correcciones. Ese hombre nunca hubiese podido ser un buen escritor. Lo único que importa es que el texto mejore. Si las correcciones de mi padre mejoraban el texto, ¿cómo no las iba a admitir? La personalidad del autor, y la gloria del mismo son consideraciones ulteriores que no importan. Lo que importa es la gloria de la obra.
Así, nunca me he escandalizado si me han plagiado. No me importan los plagios. En México hicieron para la televisión la historia de Cavar un pozo. No les hice pleito. Yo hice lo mío y ellos hicieron con lo mío otra cosa. Además he notado que quienes tienen mayor afán por la propiedad intelectual son los que peor escriben.
Me sucedió haber escrito la misma historia que Cortázar, él estando en Francia y yo acá. Los dos nos sentimos contentos de que eso nos hubiera pasado.

¿Los sueños siguen siendo el principal alimento para su producción literaria?

No. No son el principal alimento, son el consuelo para la brevedad de la vida. Con ellos tengo la impresión de que mis días son casi dobles. Vivo de día en la vigilia, y de noche tengo una modesta aventura con el sueño. Pero un sueño casi de vigilia. Pasan cosas, y me divierte que sucedan.

¿Sueña siempre?

Sí.

¿Y espera los sueños con expectativa?

Llega la noche y me acuesto con una sensación de agrado porque mis sueños son generalmente agradables.

¿Nunca tuvo pesadillas?

Cuando era chico, muchas. Me alejé de ellas, un poco deliberadamente.

¿En este alejamiento tuvo que ver la literatura?

No. Tuvo que ver la idea de que uno puede manejar su vida, de que la mente tiene un gran poder. Uno debe hacer que la mente maneje el cuerpo, lo cual es una dignidad. Cada vez que me enfermo siento una cierta vergüenza.

Voy a hacerle una pregunta doble. ¿Cuáles son sus obras más queridas, y cuáles las que usted elegiría? Es doble porque quizá coinciden, quizá no.

Tiene razón. Debo aclarar que la palabra “querida” es excesiva, en mi caso. Tengo una suerte de impaciencia por el producto logrado. Lo que yo concibo no me satisface. Una vez dije que si mis libros fueran casas yo elegiría para vivir Dormir al sol. Me gusta el tono en que está contada esta historia. También el ambiente. Tal vez no me parece interesante la historia en sí misma, pero sí su mundo. Ahora, respecto a los otros libros míos casi hablo de oídas. No me gusta releerlos. Cuando lo hago más bien siento una cierta antipatía por ellos. En consecuencia me atengo a lo que dice la gente. Muchos insisten en que La invención de Morel es un buen libro, así que lo doy por tal, aunque cuando lo leo me agarro la cabeza. El sueño de los héroes es elegido sólo por una minoría de personas. Entonces, si estoy en un momento de elitismo, también lo doy por bueno.

Así que usted no relee sus obras.

Si soy un padre, soy un padre desaprensivo y poco tierno con mis obras. Sería la persona más feliz del mundo si pudiera antes de morir escribir un libro que me diera un agrado… ¿Cómo podría expresarlo?... Sin sobresaltos. Un agrado… he escrito muchos fragmentos. Cada uno de aquellos que algún día se publiquen me parecerá aceptable, porque si no no lo daría a la imprenta. Pero la lectura de todos los fragmentos en conjunto no me da esa sensación agradable que deseo que me dé alguna vez un libro mío.

¿La búsqueda de un todo?

De un todo agradable, no sólo en la idea sino en todo su transcurso. Hace poco leí un libro de Flaubert, Por sí mismo, con el que en general estoy en desacuerdo. Le agradan la exageración y el énfasis, cosas que me parecen una enfermedad. Pero dice que le gustaría escribir un libro sobre nada. Aquí sí creo que coincido con él.

El gran tema del contenido y la forma.

Sí. Pero no quisiera que ese libro fuera pura forma porque me parecería horriblemente estéril. Quisiera que fuera un razonamiento íntimo, intenso, y al mismo tiempo que no tuviera los defectos de la intensidad, que fluyera de un modo agradable.

¿Tiene alguna idea?

No. Sólo tengo la idea de sería un libro con esas características. Un libro del que se pueda entrar y salir en cualquier momento, siempre con agrado.

Con esa placidez de Dormir al sol.

Con la placidez de la idea de Dormir al sol. Esta es una novela, tiene un antes y un después, un itinerario. Yo quisiera un libro sin un itinerario… ¡bah!, no creo que se pueda escribir.

¿Cómo surgen las ideas y cómo las elabora?

He razonado sobre la creación desde que escribo. Sin embargo, no sé por qué surgen estas cosas. Se me ocurre que es una costumbre de la mente. Mi mente, si sirve para algo, es para inventar historias. Súbitamente estoy razonando sobre algo y me doy cuenta de que tengo una historia. No sé por qué. Siempre tengo presente la definición de la inteligencia de Bergson. Dice que la inteligencia es el arte de solucionar situaciones difíciles. Podríamos extender el concepto y decir que la inteligencia es el arte de salir de situaciones que nos tienen encerrados. Un optimismo exagerado, pero casi lógicamente posible; sería entonces que mirando bien una situación siempre se le encuentra una salida. Una situación que, aún más que la muerte, parece no tener salida es la vejez. ¿Cómo encontrarle una? Pensé que podía ser que en los seres donde no hay nada de vejez estén los elementos que se pierden cuando la vejez empieza. ¿Y cuándo se produciría esta situación? Imaginé Que cuando un ser crece no contiene vejez, y que cuando se detiene el crecimiento empieza la vejez, o la decadencia. Mínima al comienzo, pero ya en el mal camino. Por lo cual, discurrí que cierto paciente confiado, poco inteligente y obstinado escucha decir a un médico que hay una esperanza. Pero un día el paciente, al sentir que va avanzando en la vejez peligrosamente, interpela al médico. Éste le contesta que tiene la solución, pero no la ha experimentado, ni quisiera experimentarla con él ya que no sabe cuáles pueden ser los efectos perjudiciales. El hombre le pregunta si dichos efectos pueden ser peores que la muerte. El médico le contesta que no, que nunca serían peores que la muerte. Experimente conmigo, dice el paciente. El médico –que sospecha lo que va a suceder- le da al paciente los elementos que hay en un chico de dos años. Como el paciente tiene un metro ochenta queda convertido en un niño gigantesco. Así es como se me ocurrió el cuento. Como se lo he contado a usted. He ido hilando y en un momento dado veo que tengo la posibilidad de un cuento.

¿Cuáles son las lecturas de sus últimos años?

Releí la Historia argentina de López, las Memorias de Paz. Leí a Chejov, al que conocía parcialmente. La idea de que pasaba poco en los relatos de Chejov me irritaba y hacía que lo descartase. He descubierto que es un autor afín a mi manera de ser, y que hizo ese tipo de libro que yo quiero hacer y no puedo.
Leí también a Italo Svevo, al padre de Virginia Wolf –quien escribió una serie de vidas de pintores-, a Conrad, a Wells. En fin, creo que le he citado lo principal.

¿Cómo ve a los jóvenes escritores argentinos?

Hay muchos buenos.

Estos escritores están en la civilización de la imagen. La literatura, ¿No está siendo desplazada? O por lo menos, ¿la imagen no la está condicionando?

Puede ser que la condicione. Pero si los libros salen buenos, ¿qué importa? Creo, sin embargo, que si el libro desapareciese, sería una gran pérdida para la humanidad.

Bueno, hace ya veinte años aproximadamente que McLuhan hizo la profecía de que el libro iba a desaparecer y las cosas no sucedieron de ese modo.

Pero no hay que confiarse demasiado. Aunque pienso que las ventajas del libro están en sus desventajas. Escribir y leer parecen actividades del todo artificiales: hay que separarse de los demás, estar en silencio. Una serie de incomodidades. Pero esas incomodidades dan espacio para que la inteligencia madure, y tome las cosas de un modo ventajoso. Permiten que la imaginación se desarrolle. Si en cambio las actividades son más inmediatas –lo oral por ejemplo, es más inmediato- no sé si no se produciría un mundo más escueto, sin matices.

La idea de la soledad: un hombre solo que escribe para otro hombre que lee solo. Algo que no se da en los medios audiovisuales de comunicación.

En relación con esto, si continúa la explosión demográfica creo que finalmente seremos insectos sin soledad, sólo partes de un enjambre. Pensar que el mundo puede contener todos los millones de hombres que se quiera es una ilusión.

Y hay elementos que aparecen como una defensa del mundo frente a esto, como las nuevas enfermedades.

Sería más simpático que fuera la razón la que contuviese el crecimiento demográfico. Que no necesitáramos ir de la mano de esa nodriza llamada SIDA.

¿Nodriza?

Sí. Sólo quedarían algunos hombres fuertes. ¿Por qué no ser razonables entonces? Pero, en fin, nada más maldito que ser razonables.

¿Usted ha observado que los argentinos hemos pasado del mayor optimismo al peor pesimismo?

Bueno, es que pienso que se nos ha ido la mano con optimismo. Aquí no ser optimista era ser traidor a la patria. Éramos ridículos. Cuando yo era chico los viejos ser reían de otros países latinoamericanos porque decían que contaban las tropas por las patas de los caballos. Después pareció que nosotros éramos los que hacíamos eso. Pienso que debido a la miseria que nos ha venido ideamos en primer lugar el optimismo. Imaginamos riquezas irreales. Lógicamente, a partir de ahí teníamos que caer en el pesimismo toral en que hemos caído.
En la Argentina siempre ha habido una gran prédica a favor del aspecto sentimental. Quien no cree en los mitos es un traidor a la patria. Pero una correcta educación no debe basarse en esto. Por el contrario, debe basarse en decirle a las personas que tienen una herramienta maravillosa –superior a las computadoras- que es la mente, a la que debemos educar y usar siempre para juzgar. Para no confundir los deseos con lo previsible. Es tan estúpido creer que íbamos a ganar la guerra de las Malvinas como creer que vamos a ganar la lotería. Para que se elogie a alguien por ser razonable, y no por sentir cosas injustas pero con vehemencia.

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