domingo, 13 de septiembre de 2009

"Tributo a Borges", Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, 1998






Cien años de Borges


Por Patricio Lóizaga

El centenario del nacimiento de Borges, que se celebra en 1999, encuentra su figura en el máximo de prestigio al que un escritor del siglo XX haya podido aspirar. Este reconocimiento por públicos muy diversos se inscribe en un complejo proceso que lo ha convertido en una figura de culto. No se conoce otro escritor de este siglo tan biografiado y estudiado, incluyendo el género diccionarios y una proliferación notable de libros de conversaciones. Cuando se consulta una base de datos en una universidad norteamericana o europea, se advierte que hay más papers y trabajos sobre Borges que sobre cualquier otro escritor contemporáneo. De allí que se lo haya definido como el escritor más influyente de este siglo. Existen por lo menos diez biografías publicadas y varias más anunciadas.
En el escenario argentino, el dato de que una de las más destacadas figuras del pensamiento actual, Beatriz Sarlo, lo haya hecho el eje de uno de sus libros revela hasta qué punto Borges está vigente en su país. Sarlo es una intelectual que en ocho de sus nueve libros ha priorizado la interpretación de procesos culturales, la periodización y el estudio de corrientes estéticas y géneros, y el análisis de conductas socioculturales.
Asimismo, una de las catedráticas argentinas que ha logrado mayor prestigio en el exterior, Sylvia Molloy, es, a la vez, una de las más grandes expertas en Borges. Estos dos casos paradigmáticos permiten advertir cómo la Argentina se ha ido reconciliando con Borges, si se tiene en cuenta que hasta hace algunas décadas las aguas estaban divididas y Borges era impugnado por figuras como Adolfo Prieto, Juan José Sebreli y Blas Matamoro.
Es que lejos de estar agotado, Borges ha disparado una hermenéutica que parece infinita. Ahora, por ejemplo, conocemos nuevos estudios sobre la relación de su obra con la matemática y la física cuántica. Se han creado centros de estudio e institutos de investigación que llevan su nombre en distintas universidades de Europa. Se pagan grandes cifras por sus manuscritos y primeras ediciones. Es el único escritor de habla hispana que aparece con su caricatura en las t-shirts que los estudiantes neoyorquinos adquieren en la librería Rizzoli del Soho.
El novelista Héctor Bianciotti ha observado que escasos, muy escasos, son los escritores que han logrado que su apellido se transformara en adjetivo. Así, decimos “proustiano”, “kafkiano” y “borgeano” (o “borgesiano”, como prefieren ciertos eruditos) para caracterizar un estilo, una situación, un mundo. Figuras que con sus obras dotan de sentido y configuran un liderazgo estético (y, más aún, filosófico) que se impone a través del tiempo.
Néstor García Canclini dice que “Borges fue más que una obra que se lee, una biografía que se divulga” y que, como consecuencia de sus controvertidas declaraciones, su ceguera, su casamiento con María Kodama y su decisión de morir en Ginebra, se mostró hasta el paroxismo una tendencia de la cultura masiva para digerir el arte culto: la de sustituir la obra por anécdotas. El propio escritor contribuyó a cristalizar muchos de los prejuicios que nutren su ícono mediático con ironías y provocaciones. Sobre Borges pesa la doble imagen de un intelectual alejado de la realidad política, instalado en el típico modelo del escritor en la torre de marfil y la idea de un sostenido pensamiento reaccionario y conservador.
Difícilmente se destaque que su primer libro de poemas titulado Los salmos rojos estuvo inspirado y dedicado a la revolución bolchevique. Hay un primer Borges socialista y libertario entonces. Aunque no se lo diga con frecuencia, está comprobado que luego adhirió al radicalismo yrigoyenista, como lo recuerda su biógrafo Horacio Salas… Pero lo que convendría explorar de una manera más crítica y menos reduccionista es lo que podríamos denominar el espíritu democrático de Borges, más allá de algunas de sus desafortunadas declaraciones. Un espíritu que se verifica en su continua e inequívoca condena a fascismo, al nazismo, al comunismo stalinista y, finalmente, a los populismos, como deformaciones de la democracia. Un espíritu que se ratifica en su permanente reivindicación del modelo democrático suizo y en la obsesión por explorar los límites de la democracia representativa en un texto como “El congreso” (El libro de arena, 1975).
La idea del intelectual desvinculado de la realidad política y desinteresado por transitar lo que hoy llamamos “las redes institucionales de la cultura” contrasta con la de alguien que lideró su entidad gremial desde la oposición al oficialismo gobernante: Borges presidió la Sociedad Argentina de Escritores durante la primera etapa peronista y se cuenta que terminó amigo de un detective que los servicios de inteligencia habían destacado para que lo siguiera. También hay que decir que en los años ’30 codirigió la Revista multicolor del popular diario Crítica que allí trabó amistad con los cronistas de policiales que seguramente le suministraron más de un elemento para sus posteriores ficciones. Más fresca está su oposición a la guerra de las Malvinas, sus críticas al Mundial de fútbol en tiempos de la dictadura, su rectificación sobre las declaraciones a favor de los gobiernos militares, su adhesión a la defensa de los derechos humanos y a la etapa de recuperación democrática que lideró Raúl Alfonsín a partir de 1983.
No todos advierten que no concluyó el bachillerato, como acaba de demostrarlo la biografía de Alejandro Vaccaro y que, sin embargo, logró erigirse en paradigma de erudición. Como vemos, los “prejuicios” (muchos de los cuales él mismo alentó) obraron en su beneficio, pero tambien en su contra.

II

De este personaje cargado de singularidades, otra sorpresa nos la depara el conjunto de retratos que hemos seleccionado. Borges, posando con sutil complacencia, desprovisto de máscaras, desnudando su rostro en el estudio fotográfico (Avedon, Rivas, Heinrich, Ortega) o en un escenario natural (en las fotos color de Freund y Méndez Ezcurra, en la blanco y negro de Arbus en el Central Park). Borges capturado en actitudes cotidianas de subyacente elocuencia, arrodillado, buscando un libro (Facio), caminando entre libros u hojeándolos (D’Amico), en un verdadero derroche de gestos de irrefrenable expresividad (en el zoom de Comesaña). Aquí está Borges en París, presente y ausente, igualando dignidades, suspendido en su propio universo, en un bar donde una madrugada dejó su huella en una mujer cualquiera y en el ordenado desorden de tazas y sillas amontonadas, fotografiado por Pepe Fernández.
Hay una diferencia casi ontológica en esa contención y dignidad afectiva que se les reprocha a los gatos frente a los perros. No es casual entonces verlo recurrentemente fotografiado junto a un gato (Agosti, Méndez Ezcurra, Ortega).
Facundo de Zuviría construye un talismán borgeano al fotografiar el dibujo de su letra.
Finalmente, aquí está Borges junto a un anaquel con distintas ediciones de sus obras, dispuesto en su homenaje por el librero Alberto Casares, estoico, con el contenido fervor de la despedida, el 27 de noviembre de 1985, seis meses antes de su muerte, fotografiado por Julio Giustozzi, en su último día en Buenos Aires.

III

Aquí no están los laberintos, los espejos, los tigres, los cuchilleros. Aquí están los libros, las bibliotecas, los escritorios, el bastón, los gatos, el pulso de la escritura.
Estas fotografías nos muestran un universo simple pero a la vez complejo: despojado y austero y, paradójicamente, cargado de simbología.
Me gusta pensar que de algún modo Borges posó para todos nosotros.


Prólogo al catálogo de la muestra Tributo a Borges, 1999

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