domingo, 30 de agosto de 2009

Código secreto: la expansión del horizonte


Por María Rosa Lojo

El título de estos poemas parece adelantar o presagiar cierta elusividad, clausura o hermetismo. El lector se hallará, sin embargo, frente a textos sólidos y lúcidos cuyo “secreto” aludido es más bien el propio de toda voluntad poética. Porque la poesía utiliza las palabras comunitarias, las peligrosas y a veces vacías (o vaciadas) palabras públicas para diseñar una experiencia privada e irrepetible del mundo, que los receptores interpretan a su vez como eco y resonancia de la incomunicable vivencia propia.
El tránsito entre lo particular y lo universal es aquí constante. Desde localizaciones espacio-temporales (pocas y decisivas): la patria (la tierra), la infancia, la ciudad (“mi ciudad”) y sin abandonar lo sensorio, una consciencia se proyecta libremente hacia “múltiples espacios”, en un continuo “ensanchamiento del horizonte” hasta la zona donde se pronuncia, rozando el silencio, lo sin medida, la vastedad inabarcable.
La inmancencia de Dios, la inserción de lo infinito en lo finito (“Dios está en todas partes / o no está”), es una de las preocupaciones centrales de esta voz que gira, de diversas formas, en torno a lo Absoluto. Obsesión por la causa –palabra que da título a un poema y se repite en otros- que se entiende como origen y fuente de la existencia y también como poderosa finalidad. En el trabajo del lenguaje la “causa” humana parece vincularse directamente a la causa divina, transformando la escritura en inscripción perdurable (única forma que corresponde a la cultura del espíritu que “no se modela / se esculpe”). El poeta –concretamente personificado aquí en la figura argentina y contemporánea de Alberto Girri- es el que mira el origen (“que extiende su mirada / hacia el origen remoto / de esta tierra… “) dejando una señal, una inscripción que no necesariamente será descifrada y cuyo sentido resulta tan polémico y cuestionable como el de la propia vida. Pero junto a la fragilidad, el riesgo, la reiterada “inutilidad” presunta del quehacer poético, retornan las notas de “heroísmo” y “lucha”. Lucha heroica, tal vez estéril en sus resultados concretos, pero nunca superflua como actitud.
La inscripción es, pues, válida como acto de coraje y voluntad fundacional, más allá de su efectivo poder de penetración en la realidad. La “causa”, la remisión al origen, a la Palabra creadora, podría asimilarse también, en este caso, a la “causa” trascendente a la cual se sirve, no sólo en un gesto estético, sino también ético.
Un impulso metafísico recorre estas páginas concluyendo con la ancestral función adjudicada al lenguaje poético cuando aun no emergía de la matriz del mito: fundir la realidad y la palabra, el nombre y la cosa nombrada, lo sagrado y lo profano. Esta vocación por constituir un lenguaje de las esencias, una lengua absoluta inmune a la confusión y al devenir, transita hasta hoy las poéticas contemporáneas, al lado de las corrientes deconstructivas o del Zeitgeist de la post-modernidad (que Lóizaga llama con acierto en uno de los poemas “post-eternidad”). Es éste quizá el único texto que requiere, como diría Eco, una “enciclopedia” específica: el preconocimiento de Vattimo y de las tendencias filosóficas post-modernas (tema caro a Lóizaga, autor del ensayo Mito y sospecha posmoderna). No obstante, cualquier sensibilidad alerta puede percibir aquí un clima y un reclamo. Clima opresivo connotado por la degradación o aniquilación de los ideales absolutos (“Los héroes ya no son los héroes”) y por la falsedad teatral (“Lluvia de utilería”) que supone inconsistencia e inexistencia, marcando a una época despojada de la “causa perdida” que la tensión del poema desea recuperar.
Si bien, bajo el espectro de la post-modernidad, el silencio “es una caja negra que no se puede abrir”, la poesía logra acaso devolverle su calidad de “espacio infinito” donde las cosas son, más allá del ruido, en una paz “inexorablemente absoluta”. Las cosas, presentes a los sentidos, resistentes a los conceptos, se reflejan en las miradas (lo inefable) y en la música mejor que en las palabras: “Ese severo respeto / por la música / abstracción / imperfectible / a la que aspiramos / casi todos / quienes / con signos y símbolos / siempre insuficientes / conjeturamos / sobre papel”. Si los textos de Lóizaga evitan la música en lo que tiene de encanto sensorial (prefiriendo el verso breve y abrupto, deslizando intencionadas cacofonías) remiten en cambio a la música como aspiración del pensamiento y memoria extraviada de la armonía.
La sacralidad ligada a lo ritual se manifiesta en dos instancias distintas y complementarias de la vida: el sexo y la palabra (“El sexo nuestro / ese encuentro / ritual y sagrado”; “Mi padre me impone / la lectura. / El rito iniciático / es sagrado / aunque / el niño no comprenda.”). Pero estos dos gestos de apertura hacia la trascendencia del otro y de lo otro sólo son posibles desde la asunción de la soledad: “Territorio / protector / infinito”, donde se alcanza lo insondable de uno mismo, la forma interior que multiplica los espejos, lanzándola hacia lo ilimitado: “El espejo / no sólo / devuelve mi imagen, / al multiplicarla la anula / ya no es una / puede ser infinita.”
La transformación de lo uno en lo múltiple desde la proyección del espejo responde al incesante juego de opuestos que es uno de los principales procedimientos constructivos de los textos: sol / sombra, ficción / realidad, ausencia / presencia, ver / presentir, noche /día, amor / odio, vigilia / sueño, ciencia / fe, anverso / reverso: bloques en los que la mera lógica suele descomponer lo real y que la palabra filosófico-poética desarma para mostrar el incesante viraje de todo hacia su contrario.
La certeza de que la realidad trasciende las “cadenas” (los modelos en que suele aprisionarla la visión humana) y la dinámica de los “muchos interrogantes” que expanden un horizonte en perpetua construcción, conforman el eje coherente de este pensamiento poetizado, o de esta poesía pensada cuya brevedad y austeridad definen una línea estética y aun, quizá, ética: encontrar, en lo desnudo, la “áspera verdad” y “eludir la seducción” que desvía del centro.

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