domingo, 30 de agosto de 2009

Defensa del libro


Por Patricio Lóizaga

Hace poco mas de veinte años yo era un adolescente deslumbrado por textos nacionalistas y dogmáticos. Había transitado, con entusiasmo, desde libros de la derecha católica hasta libros de la llamada izquierda nacional, de la cual J. J. Hernández Arregui, con La formación de la conciencia nacional, fuera su más acabada expresión.
Por precocidad, pereza, rechazo a la violencia, o quizás, por cobardía, no milité. Dios o el azar me protegieron.
Y hubo tres o cuatro libros que literalmente me abrieron la cabeza. Inicialmente fueron textos de ficción y pocos años después un libro de conversaciones. Primero fue El jardín de senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges.
A Borges le debo haber comprendido que las cosas que son de determinada manera también pueden serlo de otra. Borges me despertó, me hizo dudar, me hizo salir violentamente del sueño o la ilusión de las certezas. Me enseñó a pensar.
En ese mismo sentido la lectura de Falsificaciones, de Marco Denevi, me hizo reflexionar que si la verdad es la realidad, hay que preguntarse de qué realidad hablamos. Más bien, entendí, debemos plantearnos verdades y realidades.
Más tarde leí el libro de conversaciones entre José Luis Romero y Félix Luna. Esos tres libros, tan disímiles habían provocado en mí una crisis espiritual y una apertura mental que me ha permitido entre muchas otras cosas pasar del odio a la compresión y posterior admiración por Sarmiento.
Y luego, bueno, tantas lecturas tantos rencuentros y tantas reconciliaciones.
Mi madre me había iniciado en la frecuentación de los diccionarios y las enciclopedias desde muy chico. Sin embargo, hubo toda una época en que permití impugnar lo que en mis delirios nacionalistas eran visiones centralistas independientes. Sólo exceptuaba de mis prejuicios los diccionarios etimológicos. Recuperaría más tarde una renovada adhesión a ese tipo de trabajos, adhesión que sin duda dio origen al Diccionario de pensadores contemporáneos.
Desde entonces la biblioteca de mis padres y mi biblioteca han funcionado como un pequeño club de amigos, leales e inteligentes. Y con el tiempo se ha acentuado mi afecto, esa es la palabra, por los libros.
En una sociedad determinada por los medios de comunicación audiovisual, en una sociedad icónica, el libro (junto con la prensa escrita) constituye el último refugio reflexivo del hombre contemporáneo. La pausa que exige nos abstrae del vértigo y el vacío al que nos arroja casi siempre la presión mediática. Como la sana amistad, crea el ámbito propicio para conocer y conocernos mejor. No hace falta ser un solitario para encontrar amigos en ciertos libros.
Un libro amigo es como un viaje: supone encuentros y reencuentros, luego de ese tránsito ya no seremos los mismos. Quizás obtengamos algunas respuestas y seguramente acumularemos nuevas preguntas, siempre más útiles y nutritivas que las certezas. Un libro amigo también es como un buen diálogo: extiende nuestro horizonte de ideas y disuelve quistes conceptuales.

Extraído del prólogo de La contradicción argentina, Emecé, junio de 1995

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