viernes, 20 de febrero de 2009

Patricio Lóizaga sobre Manuel Puig


A quince años de su muerte, Manuel Puig se reafirma como el gran referente postborgeano

Largometrajes y documentales, ballets y murgas, seminarios y tesis doctorales y reediciones permanentes ratifican un liderazgo inimaginable hace 30 años.



Patricio Lóizaga, Cultura Segunda Época, segundo semestre 2004

Mientras ciertos operadores literarios se entusiasman con la idea de que la Academia Argentina de Letras postule a Tizón para el Nóbel (¿podrá la Academia Argentina influir sobre la Academia Sueca?); mientras ciertos catedráticos se empecinan en canonizar e instalar un debate sobre la pole-position (el mejor escritor argentino actual es…) entre César Aira y Juan José Saer, y discuten sobre la mayor perfectibilidad entre uno y otro; mientras Aira desaira al Cortázar parisino y el santafesino Saer, desde París, la ciudad que eligió para vivir y morir, envía un mensaje al Congreso de la Lengua en el que reivindica el habla popular frente a la perfectibilidad; mientras en el Congreso rosarino Nicolás Rosa sentencia que el idioma es “indomable” y el Rey Juan Carlos recuerda que “la lengua la hacemos entre todos” y el Real Académico Pere Gimferrer advierte que “cualquier actitud represiva en cualquier orden de relaciones personales son el objeto de la crítica de Puig”; mientras algunos periodistas y escritores “ningunean” a Manuel Puig diciendo, una y otra vez, que era un “genio de las relaciones públicas”; mientras todo esto sucede, puede pensarse que la batalla pigliana entre Borges y Arlt tiene un único ganador: Manuel Puig. Tesis doctorales, films y videos, ballets y murgas, y traducciones al griego, danés, sueco, hebreo, noruego, holandés, japonés, polaco, turco, chino, checo, que se suman a las primeras traducciones al inglés, francés, italiano y portugués, y reediciones y revisiones de su obra por parte de diversos ensayistas como Tununa Mercado, Daniel Link y Jorge Panesi, entre muchos otros; una biografía de su traductora al inglés de más de 400 páginas, publicada en Estados Unidos; todo un arsenal de aparatos interpretativos de verdaderos especialistas en su obra como Graciela Goldchuk y Alan Pauls, Olga Steimberg y José Amícola, Alberto Giordano y Roxana Páez, entre otros; un título y una tapa provocadores a partir de los cuales Graciela Speranza lo instala, siguiendo a Arthur Danto, como un Warhol de la literatura; seminarios internacionales, sacerdotes y soldados de su obra y su mito en su pueblo natal; custodia y exégesis permanente de su archivo personal dispuesto por su familia, a cargo de Graciela Goldchuk; la edición crítica erudita de Archivos de la Unesco, de 800 páginas, de El beso de la mujer araña; todo, todo, proyecta a Puig a esa frontera de quien marca un antes y un después. En Puig no hay rastro de Borges y esa marca de ausencia, junto a sus valores intrínsecos, lo convierten en la gran figura de quiebre.

Borges y Puig

Piglia recuerda que “a Borges la novela no le parece lo suficientemente narrativa. El relato puro está en el cine de Hollywood, dice, y tiene razón.” Borges anticipa que la narración social por antonomasia del siglo XIX, la novela, es desplazada por el cine en el siglo XX. En una memorable entrevista realizada por Horacio Gonzáles y Víctor Pesce para la revista Unidos, en junio de 1986, cuando Borges muere, le preguntan a Piglia si sigue suscribiendo la idea de su novela Respiración artificial, que sostiene que Borges cierra la literatura argentina del siglo XIX. Piglia responde: “Bueno, Renzi (el personaje de la novela) dice que Borges es el mejor escritor argentino del siglo XIX. Lo que no es poco mérito cuando se piensa que en ese entonces escribían Sarmiento, Mansilla, Del Campo, Hernández. Por supuesto que en la novela todo esto está exasperado. El contraste Arlt-Borges está puesto de un modo muy brusco para provocar un efecto, digamos, ficcional. Renzi cultiva una poética de la provocación. De todos modos creo que la hipótesis cierra el siglo XIX es cierta. La obra de Borges es una especie de diálogo muy sutil con las líneas centrales de la literatura argentina del siglo XIX y yo creo que hay que leerlo ene se contexto.” Un escritor decimonónico que, paradójicamente, se convertirá en el escritor más influyente del siglo XX, si se considera que es el autor que mayor hermenéutica ha generado. En estos días Anagrama distribuyó un libro de Alan Pauls, titulado El factor Borges, y me decía un bibliófilo experto en Borges que con este nuevo trabajo se contabilizan más de 150 libros sobre el escritor que, como sabemos, es el más citado y más biografiado del siglo XX. Esa influencia borgeana irradia ideas y palabras y penetra e una manera que, según Fernando Savater, ha obligado a muchos escritores de lengua española a revisar una y otra vez sus textos para despojarlos de esa impregnación. Manuel Puig, a quien se atribuye haber dicho que no había leído a Borges (si lo dijo, ¿habría que creerle?), irrumpe con su primer libro en 1968, el momento histórico en el que la figura y la obra de Borges inician la recta final hacia ese lugar de excepción que hoy ocupn.

La narración al cubo

El propio Puig ha explicado que su construcción fundacional proviene de un déficit y una frustración y de esa fascinación iniciática por el cine, en su Villegas natal: “La realidad eran las películas, las superproducciones que llegaban de Hollywood. Fue una elección así, inconsciente. Esto a partir de los cinco años. Yo iba al cine: así acomodaba mi vida porque la verdad era lo que sucedía en las películas, no lo que sucedía en el pueblo que era un western de la ‘Republic’. Yo vivía en el pueblo y suponía que Buenos Aires era la metro, saliendo de ese pueblo yo iba a ingresar al mundo que se veía en el cine donde triunfaba la sensibilidad encarnada en, por ejemplo, una santa como Norma Shearer. En los films se premiaba todo lo que fuera sensibilidad… llegó el momento de ir a Buenos aires creyendo encontrar ese mundo del cine. No lo encontré. Era, dentro de otros términos, lo mismo del pueblo. Llegó el momento de decidir la carrera universitaria. Pensé que como lo único que me interesaba era el cine debía entrar a la industria cinematográfica. Pero no había ninguna escuela de cine allí ni yo tenía relación alguna con la gente de la industria. No había salida. Sólo otros países donde se hablaban los idiomas del cine. Ante todo el inglés, que era para mí “el” idioma, porque al castellano lo despreciaba olímpicamente. Para mí era el idioma del cine subdesarrollado. El italiano empezaba a tener prestigio en la postguerra a raíz del neorrealismo. A medida que el cine se valorizaba, su idioma me empezaba a interesar. El inglés, el francés y el italiano. Pensé que el modo de acceder a esos mundos era estudiar sus idiomas. Leía en esos idiomas. En castellano no leía. Para mí la literatura era una cuestión secundaria… como escuchaba música, como veía un cuadro, así leía un libro; no se me ocurrió entonces que algún día me iba a expresar por esa vía. Toda mi expectativa, toda mi atención, estaba en el cine. Empecé a ir al cine no ya identificándome con las historias sino viendo la parte de la realización, creyendo que por ahí venía la cosa…
“Gané la beca de un instituto italiano. A los 23 años llegué a Italia. A todo esto mi familia me había pedido que estudiara algo, que completara de algún modo una educación, una carrera. Estudié un poco de filosofía pero ni bien conseguí esta beca abandoné todo… Llegué a Italia en el ’56 para estudiar cine en Cinecittá. Estaba seguro de que iba a encontrar todo en technicolor, en cinemascope. La Metro no estaba allí tampoco. Empecé a trabajar en Cinecittá con directores conocidos. Trabajé con De Sica, con René Clement como ayudante de dirección… Sucedió que no me gustó el trabajo en el set. Era todo lo contrario de lo que me había imaginado. Tuve una experiencia bastante difícil con Jennifer Jones y con el mismo Selznick que había producido Lo que el viento se llevó. Era gente muy difícil. En el set tenía prestigio la autoridad y había que hacerse respetar. Nada de lo que yo había pensado. Toda una decepción. Veía que como asistente no funcionaba. La gente no me hacía caso. Cuando tenía que darle instrucciones a u n extra pensaba cómo lo habría hecho Von Sternberg… mientras lo pensaba transmitía toda mi inseguridad; la gente hacía lo que se le antojaba porque se daba cuenta de que yo no sabía lo que quería. Como compensación de lo desagradable que era el set, a deshoras trataba de escribir, es decir, atacar el cine por el lado del guión. Escribía en inglés. Yo sabía inglés bastante bien pero no como para escribir… Para mí el inglés era el idioma del cine.
“Este primer guión era un ‘sophisticate comedy’ de los ’30 escrito en año ’58, en pleno desprestigio de todo el cine de los ’30. Lo escribía con mucho entusiasmo. Mientras los escribía me sentía muy bien. Al terminarlo, no. Era un engendro. Horrible. Demencial, totalmente. Me di cuenta de que todo era un gran error. Que yo lo que quería era prolongar horas de espectador infantil. Reescribía alguna película que me había impresionado mucho, pero darme cuenta de esto me costó tres guiones. Por supuesto que no se vendieron.
“Después de dar con la cabeza contra la pared me di cuenta de que haciendo cine lo que me daba placer era copiar. Crear no, no me interesaba para nada. Lo que me interesaba era rehacer cosas de otra época, cosas ya vistas. Recrear el momento de la infancia en que me había sentido refugiado en la sala oscura. Algunos amigos, que veían la cosa desde afuera, me recomendaron que escribiese en castellano y, por lo menos, sobre cosas que conociese, algún hecho particular que yo hubiese vivido. Traté de hacer un guión sobre amores de un primo adolescente en mi pueblo. Era material autobiográfico que estaba muy dentro mío y que no podía ver con la debida distancia. Para aclararme esos personajes, decidí hacer antes de los diálogos, antes de redondear la trama, etcétera, una pequeña descripción de cada uno para aclarármelos. Esas descripciones no eran para mostrar a nadie, no eran para mostrar a ningún productor ni para alabar a ninguna actriz. Estaba por primera vez con el castellano. ¿Qué hacer? No sabía cómo describir los personajes, no encontraba el vocabulario. Pero recordé la voz de una tía. La voz de ella me vino muy clara, cosas que esta mujer había dicho mientras lavaba la ropa, mientras cocinaba veinte años atrás. Empecé a registrar esta voz. La descripción que iba a ser de dos páginas cuando terminé eran treinta. Era material que fluía solo. Esta voz que escuchaba se me ocurrió de pronto que era un material que yo podía manejar. Pese a que me volvía a una realidad que yo había rechazado, me interesaba seguir adelante. Resultó una especie de monólogo interior. A los dos, tres días me di cuenta de que era material literario, no cinematográfico, que podía revisarlo, que podía rehacerlo, que no había fecha de entrega, que no había autoridad ahí… Era una cosa que yo podía manejar tranquilo. Me gustaron esas condiciones de trabajo. Pasé de un personaje a otro… Tenía ocho monólogos interiores. Así comenzó mi primera novela, La traición de Rita Hayworth, que es un poco mi infancia y la explicación de por qué yo estaba en Roma a los treinta años, sin carrera, sin dinero, y descubriendo que la vocación de toda mi vida –el cine- había sido un error, una cuestión neurótica nada más. Había rechazado la posibilidad de tener una carrera lucrativa… Todo lo había sacrificado por la cuestión del cine, que al final se había demostrado falsa. Escribir esta novela fue tratar de comprender el por qué de este fracaso.
“Yo no sabía más que escribir monólogos interiores, porque a mí el castellano puro me hacía temblar. A lo único a que me animaba era a registrar voces. No es que fuera un trabajo de grabador. Yo después manejaba el material, lo recortaba… Hacía con él el experimento que quería, pero el material era siempre el lenguaje hablado.
“Dejé Roma y el cine por un trabajo que tuviera horas fijas y que me permitiera terminar esta novela. Trabajé con Air France en el Aeropuerto Kennedy en New York y ahí me quedé tres años con la novela. Pero en los monólogos interiores, llegado cierto momento, empecé a repetirme. Hacían falta otras técnicas. Una tercera persona no podía abordar, porque estaba olvidado del castellano, no tenía confianza en mi castellano. Ni siquiera tenía lecturas en castellano. Había leído todos los clásicos italianos cuando estudié italiano, los franceses… pero los españoles… estaban todos teñidos de pampas, de machismo que yo rechazaba. Necesitaba algo que no fuera el monólogo interior ni la tercera persona. Entonces se me ocurrió –además del diálogo- la escritura enajenada, es decir, personajes escribiendo, personajes que podían cometer errores escribiendo. Pensé que si yo conocía la psicología del personaje, podía hacerlo escribir. Me largué a hacer escribir a estos personajes cartas, diarios íntimos, composiciones escolares, y de ese modo terminé la novela escapándome de la tercera persona. No sólo le tenía miedo a la tercera persona sino que no la sentía como un instrumento adecuado para el trabajo que yo quería hacer. A mí me interesaba que sobre todo esos personajes que yo había conocido en mi infancia me entregaran sus secretos, su intimidad. Tenía muchos datos de ellos pero nunca se puede conocer del todo aun personaje, se puede intentar reconstruirlo, de algún modo, pero yo no estaba tan seguro de poderlos reconstruir, aunque se me ocurriera que escuchándolos hablar o haciéndoles escribir una carta, ellos solos se me iban a revelar. Así fue que terminé la novela, sin tercera persona.
“Yo creo que la clave de la novela está en la ausencia del padre. El padre nunca está, nunca interviene. Este chico, que soy yo, siente desde el primer momento que el padre no está. Entonces se me ocurrió que si bien el padre debía figurar en la novela tenía que ponerlo al final. De ese modo el lector debía repetir la experiencia del protagonista. Le escamoteaba ese personaje que recién aparece al final. El lector revive la experiencia del protagonista que es la búsqueda de una figura que no está en ninguna parte y que recién se da al final.
“Yo siempre tengo presente a los lectores. Yo escribo para un lector con mis limitaciones. Un lector con cierta dificultad para la concentración en la lectura, que, en mi caso, proviene de mi formación como espectador cinematográfico. Por eso trato de no pedir esfuerzos especiales de la atención por parte del lector.
“Yo no quiero decir que tenga en cuenta a un lector tonto, sino a un lector con cierta exigencia de agilidad. Creo que el cine es eso, ante todo, lo que nos ha provocado es una exigencia de agilidad. Hay cierta morosidad que a mí me puede poner nervioso en una prosa.”

Puig y Borges

Vale la pena recordar una vez más que Borges llega al cuento fantástico por un accidente, y que un déficit vinculado a su imposibilidad de concretar textos de largo aliento lo ubica en lo que Italo Calvino define como expresión paradigmática del relato breve.
Pocos como Borges advirtieron tan prematuramente que el cine desplazaba a la literatura como narración social, que el cine se convertía, en el siglo XX, reiteremos, en lo que fue la literatura en el siglo XIX. Un niño tímido de un pueblo conservador de la provincia de Buenos Aires se refugiaba y se configuraba en el cine. El cine es la fuente donde Puig abreva, el cine será su deseo, su vocación deseada, su profesión frustrada y, en un juego de paradojas, su literatura, que nace de la imposibilidad inicial de narrar en tercera persona, limitación que lo lleva a construir la voz como eje narrativo; y más tarde será la narración cinematográfica lo que lo hará mundialmente famoso como escritor. Hay un público lector que llega después de Hollywood y Broadway, lo que no invalida a un público lector anterior, más minoritario y más intensivo, aunque no siempre consciente de las razones profundas de la fascinación que produce la producción puigiana. Puig procede de una cinefilia patológica y paroxística que expresa un hambre desesperado de literatura. Y Puig invierte la deuda del cine con la literatura, así como Cindy Sherman invierte la deuda de la fotografía con la pintura en su serie Retratos históricos, y nos hace mirar los old masters con una mirada otra, resignificando la tradición pictórica occidental, para seguir con el paralelo de las artes visuales que establece Graciela Speranza a propósito de Warhol, Kuitka y Puig.

Warhol, Puig y Kuitka

En el prólogo a su libro Manuel Puig, después del fin de la literatura, Graciela Speranza explica su tesis a partir de las imágenes que aparecen en la tapa: “Vi por primera vez la Turquoise Marilyn (after Warhol) de Guillermo Kuitka cuando este libro estaba, por así decirlo, terminado. Era evidente desde el título que se trataba de un homenaje a Warhol, pero llevada por una de esas fantasías absurdas que promueve la concentración intensiva en un tema, pensé que la obra de Kuitka era, antes que nada, una síntesis visual de las relaciones abstractas que trabajosamente había estado tratando de describir. Una coda ‘simpática’ a mi trabajo, un premio, una confirmación. Aunque eso en realidad lo pensé después. Lo primero que vi en la acuarela fue una sugestiva transfiguración: en la versión de Kuitka la Marilyn de Warhol se había convertido en una muchacha sencilla con ilusiones de star, una Madame Bovary bonaerense y mediática, en suma, un personaje de Puig. Sólo entonces me detuve a observar el trabajo concreto sobre la Turquoise Marilyn del’62. Kuitka había copiado los contornos de las masas de color de la obra de Warhol y había pintado la figura resultante en acuarela, respetando los colores del original. Con esa simple operación había ‘borrado’ todas las marcas fotográficas de la serigrafía de Marilyn, limitándose a copiar las superficies de color agregadas por Warhol en forma manual, las únicas marcas distintivas en la serie, por otra parte, de la Turquoise Marilyn. Había producido así una obra paradójica, imposible, antipop, un Warhol estrictamente pictórico y ‘manual’.
“Si se comparan los originales, el efecto es asombroso. En su aparente ingenuidad, la versión de Kuitka señala lo que toma y lo que deja con esa elocuencia entusiasta, casi mágica, del arte conceptual. Borra todo rastro de la foto fija de la película Niágara que Warhol reprodujo en la Turquoise Marilyn y explora las consecuencias. Desaparecen así las sombras entre los bucles del pelo, el ángulo subrayado de las cejas, las pestañas arqueadas por el rímel, el iris negro de los ojos negros, la sombra mínima de la nariz perfecta, el contorno geométrico de los dientes blanquísimos, el sombreado gris debajo del cuello y los pómulos, el lunar. Se conservan en cambio formas netas de colores contrastantes que componen una nueva figura levemente emparentada con la Marilyn del original: una mata de pelo rubio oxigenado dispuesta en un peinado algo vulgar, la boca pintarrajeada más por torpeza que por ánimo de provocación, una mirada acuosa –bovina, tienta decir-, una expresión infantil o quizás melancólica; una Marilyn doméstica, ingenua, barrial. La muchacha de Kuitka remeda a la estrella con un exceso un poco burdo pero, no hay ironía ni insidia paródica en la imitación. Más bien, un sentimiento tierno, piadoso, intenso, sin gravedad.
“Como uno de esos dibujos impresos ‘acuarelas mágicas’ que un pincel con agua transforma en color, el after Warhol de Kuitka revela otra Marilyn despojada de los signos más memorables del ícono popular. Da cuerpo al mismo tiempo a un enigma que desveló a críticos e historiadores del arte desde 1962: ¿Qué quedaría de la obra de Warhol si se retiraran las marcas de la reproducción? Sin alejarse de la superficie, Kuitka desanda el camino del pop, desbroza la imagen de los signos mecánicos, desmonta la ‘máquina’ Warhol y recupera un Warhol ‘personal’. La eficacia de la operación es notable: con escasísimos recursos revela la transfiguración sutil que se esconde en la aparente figuración pura del arte pop. El mismo enigma que inspira la acuarela de Kuitka anima la literatura de Puig.”
Si bien Graciela Speranza establece un vínculo con Kuitka –un artista identificado con procedimientos eminentemente intelectuales-, el peso mítico del intuitivo y también (como Puig) autopromovido Warhol tiñe y configura el señalamiento.

La inocencia de Puig

¿Cuál era el grado de inocencia de Puig? ¿Hasta dónde su operación era una operación inconsciente que nació de su dificultad para narrar en tercera persona? ¿Quién, sino él mismo suministra (sugiere) la clave interpretativa de su obra? El complejo andamiaje de su estructura narrativa fue sostenido por nuestro héroe con una coherencia y consistencia que torna muy difícil pensarlo como una operación espontánea. No hay demérito en esa complejidad, puesto que es lo sustantivo de una construcción discursiva enmascarada que hoy adquiere la dimensión de una obra que marca un antes y un después en la narrativa contemporánea.

Releer Puig

¿Supieron sus contemporáneos leerlo, más allá del goce y del hallazgo de un relato seductor y plagado de guiños costumbristas? Más acá de los periodistas y críticos que se escudan en un anecdotario de salidas ocurrentes y que con actitud reduccionista enfatizan que Manuel era un gran seductor y manejaba las relaciones públicas con maestría, como si eso hubiera sido el gran disparador del fenómeno Puig, habría que preguntarse quiénes pudieron imaginar el derrotero, la evolución, la madurez dibujada en su programa inicial. ¿Tomás Eloy Martínez quizás? Más allá del apoyo de sus amigos, y de los amigos de sus amigos, Emir Rodríguez Monegal o Severo Sarduy, es el mismo Puig el que sostiene y proyecta su complejo programa. Publica su segunda novela inmediatamente después de su primer libro. Es verdad que esa primera publicación se había demorado, pero también hay que advertir que Boquitas pintadas, implica la ratificación de una empresa intelectual que sólo en la complejización de lecturas e interpretaciones que ha desarrollado permite establecer su dimensión renovadora, fundacional. En 1986 Olga Steimberg obtiene un doctorado en letras summa cum laude en la Universidad Nacional de Tucumán, con una tesis sobre Puig. En las conclusiones leemos: “El carácter peculiar de las novelas de Puig resulta de la combinación y el contraste entre el aprovechamiento de una cobertura popular externa de expresiones de la cultura de masas, que pueden dar al lector desprevenido la idea falsa de una formulación sencilla de la novela, y el despliegue de muy difíciles recursos de la literatura culta, que coloca en su obra a la cabeza del experimentalismo de vanguardia.
“Sí, por un lado, las novelas de Puig conservan ante el lector el aspecto de novela convencional, por la división y ordenamientos de los textos en capítulos, por la presencia tranquilizadora de procedimientos conocidos (diálogos, monólogos, cartas) y por su contenido sentimentalista, por otro, abre nuevas perspectivas de satisfacción factual ante la original y atrevida combinación de los efectos narrativos.
“Por ello, la escritura de Puig produce una impresión de parodia, de escritura tramposa que necesita de lectores cómplices arrastrados en el vértigo de la fuerza narrativa de esos modelos ‘subliterarios’ manejados con gran habilidad, que hacen participar al lector del placer del texto. El texto es así un camino de conocimiento y una metáfora de libertad, individual, social y estética.”
Con gracia reveladora y auténtica honestidad intelectual, sin demagogia, Tununa Mercado, amiga entrañable de Puig, plantea en un texto reciente los límites de las primeras lecturas. Se trata de releer a Puig: “Releí primero Boquitas pintadas. El libro estaba en reposo desde hacía exactamente 27 años, mucho tiempo si se tiene en cuenta los estremecimientos de nuestras vidas, las de Manuel, la mía, la de todos sus amigos. Pero estar en reposo para un libro como Boquitas no significa ciertamente que hubiera permanecido en un letargo estático e improductivo; bastó tomarlo entre las manos y empezar a desgranar los primeros párrafos para que las llamadas entregas se pusieran a desatar sus cintas rosas, las ataduras que las mantenían en el letargo y desenvolvieran su atuendo. Las pieles de Boquitas, sus ropas, sus labios, los estratos de su interior desplegado en diferentes conciencias e inconscientes, sus continentes multiformes, sobres, alacenas, armarios, roperos, habitaciones, casa, cartas, pueblo, hospital, pensión, radio –como caja-, tumba –como nicho-, hábitos que recubren y al mismo tiempo desnudan, todas esas vestimentas que se superponen en el cuerpo pródigo del relato, volvían a incitar a la exploración. No podía imaginarme hasta qué punto ese objeto había generado para mi relectura tanto poder material, tanta materia, tanto libro al mismo tiempo entre cerrado y abierto, como si Boquitas fuera la succión insaciable de una bella durmiente en cautiverio y en silencio pero ansiosa por cautivar; un recinto, en definitiva, que paulatinamente derrumbaba sus paredes para hacerme entrar y revelarme sus secretos, que no es otra cosa lo que cuentan los libros a medida que se los lee.
“La idea de la ropa persiste, página por página me dedico a sustraer del texto, como si fuera a armar mi propio álbum, las referencias que tienen que ver con ese acto tan primario como excelso que es vestirse, usar ropa, ponerse encima prendas, elegirlas, y a través del cual se define un cuerpo, aislando sus atributos y configurándolos como objeto de una cultura. Había un juego de niños, aparentemente bobo, que consistía un vestir los cuerpos desnudos de muñecos y muñecas de cartón; unas aletas que emergían del perímetro permitían ajustar los vestidos al cuerpo. Las maquetas se animizaban en las acciones y en los diálogos y la teátrica, como se diría en términos de economía libidinal, reconfiguraba progresivamente como un universo aparte, hecho de sustracciones y adiciones, de cargas y descargas, en la medida en que al despojo y la desnudez se sucedían la envoltura y el cubrimiento. Y eso es lo que ahora aparecía sobre mi mesa de lectura: un vasto y concentrado figurín, es decir el lugar e que con todo el rigor se ubican los modelos y que suele incluir –tal como yo lo evoco en mi registro personal- un enorme plano plegado en el que por una operación alucinante esos modelos se convertían en moldes a discernir de entre una maraña de líneas distintivas. Y, sin racionalizar demasiado, como si quisiera ponerme en una posición constitutiva, es decir en la cocción del texto, estoy jugando con él, desplegando las cartas del intercambio.”
Más adelante, en su texto, incluido en su último libro Narrar después (2003), Tununa Mercado se pronuncia, en el mismo sentido, sobre el libro primero de Puig, el más emblemático junto a El beso de la mujer araña: “Después, en segundo término, releí La traición de Rita Hayworth, y ahí sí tuve verdadera compasión por mí. ¿Lo había leído? ¿Había sabido leerlo?; como si ciertas experiencias tuvieran que darse sólo en la tan socorrida madurez, término que dice mal lo que significa poder leer sin sordera, leer escribiendo, asida a los cartoncitos de la Traición que se dejan barajar, colorear, y que iluminados y concatenados instauran un tren de escritura, sonoro, envolvente, un continuo que no admite cortes para ir a la cocina a vigilar el matambre, ni para dormir la siesta, ni para comer pollo, ni para caminar sobre los trapos para sacarle brillo a los pisos, ni ninguno de esos trabajos, ni circunstancias que interrumpen lecturas y que son por añadidura materia de relato. Indetenible, la marcha no cesa, y es muy ajustado su avance, nada disuena en ese acuerdo equilibrado entre el cuento y el modo de contar; soltar y retener, cargar y descargar, hacer balances, otra vez la economía como un Dios concebido para subyugar a quien se acerca al flujo de su río ofreciéndole diversas corrientes para navegarlo: para cada subjetividad un lenguaje, para cada objeto un destino, para cada vida un transcurso. Prodigio entonces, que tardíamente viene a fascinar y que como acontecimiento en nuestra cultura de este siglo ha de haber sido necesariamente valorado por la crítica: ha de haber habido, para quien hiciera un balance, un antes y después de Rita.”
Tununa Mercado plantea así la problemática de la contemporaneidad en la lectura de Puig, incluso por parte de intelectuales, particularmente escritores, aún cuando tuvieran una relación directa y cercana. La relectura de la obra de Puig hoy cuenta con un formidable arsenal interpretativo que en muchos casos proviene del exterior, pero no podemos hablar necesariamente de un síndrome Borges, puesto que en nuestro país y en algunos casos con mucha anticipación se produjeron grandes exégesis como las de Pauls y Steimberg, y muy particularmente la de José Amícola, considerado por muchos entendidos el mayor exégeta del autor de Boquitas pintadas. También Borges reconoce en calificados intelectuales argentinos como Ana Barrenechea, Sylvia Molloy y Beatriz Sarlo, entre muchos otros, un aparato analítico de excepción, pero éste interactúa con cientos de trabajos extranjeros, que vienen desde muy atrás, como los de Blanchot. A Puig no le cabe tan nítidamente la idea de que fue primero valorado en el extranjero, como a Borges o Piazzola, o al mismo Kuitka. Es verdad que Puig adquiere notoriedad internacional a través de versiones extranjeras de cine y teatro de sus obras, pero en cuanto al aparato crítico interpretativo hay que reconocer un importante rescate, no demorado, de intelectuales y académicos argentinos. La historia de su exilio es otra historia, tiene que ver con la cadena de prejuicios de la sociedad argentina, con esa cadena con eslabones en la clase media pueblerina pero con eslabones, también, en la crítica literaria urbana.

Cine y literatura

Hay quienes comparan la estética de Puig con la de Almodóvar, al igual que los prejuicios que ambos creadores muchas veces padecieron y padecen. Fue un gran escritor cinéfilo, Guillermo Cabrera Infante, quien más contundentemente planteó la dimensión ética y filosófica de los valores creativos y creacionales del director de Todo sobre mi madre. Como recordamos antes, como recuerda Ricardo Piglia, Borges planteó a principios de los años ’30 que el relato puro está en el cine. A principios de los años ‘30, el 28 de diciembre de 1932, el día de los Inocentes, Manuel Puig nació en Villegas.

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