miércoles, 4 de noviembre de 2009

Patricio Lóizaga analiza las tendencias contemporáneas


“Derrotamos a Hussein y nos vence la pobreza”


Por Francisco Sotelo, El tribuno, 25 de febrero de 1996

Patricio Lóizaga, autor de Mito y sospecha posmoderna y de La contradicción argentina, viajará las próximas semanas a España, donde Emecé Barcelona reedita su Diccionario de pensadores contemporáneos, la edición de bolsillo de la misma obra. El trabajo, dedicado a mostrar el pensamiento de los intelectuales más influyentes de este fin de siglo, fue efectuado por académicos argentinos coordinados por Lóizaga, pero incluye a muy pocos pensadores latinoamericanos. En una entrevista con El tribuno, este licenciado en administración de empresas, periodista y poeta analiza el fenómeno. Y también observa las tendencias políticas de la sociedad contemporánea y las paradojas de un mundo capaz de avanzar en ingeniería bélica y paralizado frente a la pobreza.


¿Cómo surgió la decisión de ofrecer un diccionario de pensadores contemporáneos?

La génesis ha sido larga. En 1987, con María Rosa Lojo, Fermín Fèvre y otros amigos observamos que estaba faltando una síntesis de los aspectos nucleares del pensamiento de los autores más influyentes de este fin de siglo. No me refiero a filósofos solamente, sino también a sociólogos, científicos, críticos de arte. Entonces se nos ocurrió hacer esta obra, con criterio universal, porque creo que en la Argentina estamos en condiciones de llevarla a cabo. Por el grado de actualización, apertura y pluralismo de nuestros académicos, quizá somos el país latinoamericano mejor ubicado para un trabajo de esta naturaleza. En la tarea colaboraron, entre otros, Marta López Gil, Enrique Valiente Noailles, Enrique Zuleta Puceiro, Elsa Kelly y Eduardo Amadeo.

En la obra, no obstante, figuran pocos pensadores argentinos…

La compilación estuvo a cargo, exclusivamente, de académicos argentinos, pero como figuras influyentes aparecen muy pocos pensadores del país y de Latinoamérica. Mario Bunge, quien vive en Canadá, Tomás Maldonado, García Canclini y, en la edición que aparecerá en Barcelona, Juan José Sebreli.

Esa escasa influencia del pensamiento latinoamericano en el pensamiento actual, ¿cómo la explicaría?

Creo que tiene que ver con la organización cultural de occidente y con un fenómeno curioso: los mayores pensadores latinoamericanos no son filósofos ni hombres de las ciencias sociales, sino escritores. Podría decir que los más grandes son Jorge Luis Borges y Octavio Paz. Hay otros muy interesantes como Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, pero no tenemos grandes filósofos. Nuestra filosofía ha seguido el desarrollo de centros de Alemania, Francia, en menor medida, Italia e Inglaterra y, a partir del fin del franquismo, España.

¿Los filósofos argentinos son “repetidores”?

En general, no hay un pensamiento muy innovador. Más que repetidores, diría que son comentaristas. La excepción, creo, la constituye Rodolfo Kusch. Esto no significa, aclaro, que no haya muchos y muy buenos intelectuales.

¿Nuestros pensadores eluden el análisis de la realidad?

Hay un divorcio, pero que se da en muchos países, por cierto. Los intelectuales rehúyen, por lo común, la casuística. Cuesta detectar elementos filosóficos en las manifestaciones de la realidad cotidiana.

La universidad, que es generadora de conocimientos, ¿no está divorciada ella misma de la realidad?

Sí, pero el tema es más complejo. La historia política argentina en un vergel de intolerancias, que no favorecen la apertura intelectual hacia cualquier segmento de la realidad.


El mito de la sociedad inteligente


La intolerancia persiste. ¿No lo expulsaron, hace poco, a Charles Darwin de la escuela argentina?

Sí, me gustaría dirigir la mirada hacia este fin de siglo y su proceso complicado y más amplio. Esta sociedad es paradojal. El término lo tomo de Daniel Bell, quien en medio del clima festivo que embriagaba a Nueva York tras la Guerra del Golfo, en medio de la emoción y la euforia, publicó el artículo titulado “El mito de la sociedad inteligente”. Bell hacía honor a la crítica, que es la ética del intelectual y decía en marzo de 1991 que estábamos viendo una gran paradoja: la sociedad capaz de demostrar inteligencia y sofisticación en ingeniería bélica era incapaz de desarrollar la ingeniería social necesaria para enfrentar el problema de la pobreza. Había construido los misiles para derrotar a Hussein, pero no pudo enfrentar las necesidades sociales. Otra paradoja, importante, es la creciente incomunicatividad en plena era de la comunicación. Nunca la humanidad dispuso de un arsenal comunicacional como el que administra en esta época y, paradojalmente, nunca tendió más a la individualidad, al walk-man, a mirarse en los espejos.

Ese fenómeno lo señalaba Alvin Toffler hace una década media.

Sí, pero no dentro de un repertorio de paradojas. Él mostraba, sin críticas, la tendencia al trabajo aislado, cada uno desde su casa, y con una oferta de entretenimientos electrónicos que se consumen desde el living, sin salir. Otra gran paradoja la ofrecen las fronteras. Los procesos de integración regional parecen desvanecerlas pero, al mismo tiempo, resurgen y se fortalecen vallados que parecían sepultados, como la raza y la religión. En este contexto aparecen diversos tipos de discursos: el filosófico, en los posmodernos, orientado a la explicación-justificación; el de la teoría política, con un gran desarrollo; el de los medios, que es justificativo, y el del arte, muy crítico.


El show anestésico


¿Cómo explicaría la cultura mediática?

Por su interacción regresiva con el subdesarrollo democrático. Tenemos una democracia inconclusa, que pasó un siglo mucho más dedicada a enfrentar los asedios del autoritarismo y del totalitarismo, que desplegando su propia potencialidad. Entre tanto, la cultura mediática atraviesa la sociedad, brindando una idea de la realidad, que es sólo un recorte. Y que termina convirtiéndose en un show espectacular… y anestésico.

Los políticos viven pendientes de los medios y la información se transforma en espectáculo.

En casi todo occidente, la credibilidad de la prensa empieza a estar condicionada. La sociedad civil ya no tiene una confianza absoluta en los medios. La prensa gráfica sigue siendo más reflexiva y la electrónica, con una mayor tendencia al show. Y esto marca también el perfil del desempeño de los dirigentes. Y en el vértigo de la información los temas no se debaten, porque todo sigue al ritmo del espectáculo. Es el fenómeno que denuncia Oliver Stone en Asesinos por naturaleza y Pedro Almodóvar en Kika. Los políticos descubren que los medios otorgan una mayor llegada; pero también generan una demanda que deben satisfacer; entonces, sacrifican convicciones y se convierten en personajes. Allí aparece también –por suerte, con escaso éxito- el antipolítico: fracasados como Collor de Mello, Berlusconi o Ross Perot, o exitosos como Fuyimori, que representa un retroceso para la democracia. Esto tiene que ver también con la necesidad de reconversión de los partidos políticos y con un proceso en el cual, mientras desaparecen las epopeyas y se consolida la democracia, as grandes figuras, tienden a eclipsarse.

A esto denominó democracia inconclusa.

En esta transformación hay una demora. No en la teoría política. Norberto Bobbio, Giovanni Sartori, Robert Dahl, han formulado propuestas muy concretas, pero no hay asimilación sociocultural de esas ideas. El problema es que debemos asimilar otro concepto de democracia. Ya no se puede hablar de gobierno de mayorías, porque la sociedad no puede estratificarse como en otros tiempos. Hoy tenemos identidad múltiple, somos cada uno muchas cosas, como caleidoscopios. Hay condiciones económicas, etáreas, sexuales, sociales, que nos condicionan, y ya no existen las mayorías, sino minorías superpuestas con intereses superpuestos.

¿Terminan las grandes epopeyas, los grandes relatos, y también la adhesión a los partidos?

La tarea colectiva apunta al equilibrio social, a la resolución de conflictos locales y concretos. La identificación con determinado partido ha decaído; las grandes causas se eclipsan y se impone resignificar la política.

Menem, el posmoderno

¿Cómo calificaría a Carlos Menem?

Es un típico estadista posmoderno. Creo que ha interpretado con precisión la contemporaneidad y ha insuflado al proceso político una impronta interesante. Disolvió las corporaciones y redistribuyó el poder. Ha producido grandes cambios, más allá de las críticas que pueda merecer.

Alfonsín, en ese esquema, sería un líder moderno…

Efectivamente. Y Menem, el posmoderno característico, que maneja los tiempos mediatos, la sorpresa, y que ha producido una transformación estructural muy profunda con un nivel mínimo de conflicto. Menem dejará otro escenario.

¿Cuáles son, a su juicio, las asignaturas pendientes?

La ausencia de una política social, una característica de todo occidente.

El 20% de la población mundial está excluida del sistema económico. Un indicador severo.

Pero los horizontes son interesantes. Michel Albert demuestra que el capitalismo, sin el fantasma del comunismo, ofrece alternativas. Él confronta al capitalismo renano, con seguros, ahorro y una participación protagónica del Estado en las regulaciones, frente al tatcheriano-reaganiano, mucho más salvaje. Pienso que el mundo debe marchar hacia un capitalismo renano.


La única crítica


La crítica que proviene del arte, ¿es facilista o profunda?

Muy profunda. Por ejemplo, el materialismo consumista construye una cultura de agresión al cuerpo, de prótesis, de cirugías e ingesta de químicos, con un aparato publicitario que nos lleva a la perdición. El arte, que estaba buscando un centro parece haberlo encontrado en el cuerpo. Los artistas de fin de siglo están reivindicando otra estética Lucien Freud expone otra belleza, otra corporalidad, que no es la que exige el paradigma publicitario. El cine, la literatura, el arte en general es de donde salen los pensamientos más críticos.

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