domingo, 8 de febrero de 2009

A propósito de las primeras ediciones



Por Patricio Lóizaga
Hay cosas y conductas que solo se pueden valorar con el paso del tiempo.
Con la obra de Victoria hice un recorrido inverso; comencé por su último libro, Testimonios – Décima serie, a fines de 1977. Quise leer un texto sobre Lina Wertmüller y el discurso completo de Victoria con motivo de su incorporación a la Academia Argentina de Letras. Un tiempo después encontré en la biblioteca de mi madre varios números de Sur, entre ellos los tres primeros, y comencé a revisarlos.
En mi infancia y primera adolescencia, Victoria era para mí una figura distante y remota. En una quinta en Bella Vista, donde vivíamos, visitaba a mi madre una señora que, en invierno, venía enfundada en una gran manta gris y con una bolsa de agua caliente que a su vez tenía su funda de paño. Un día muy frío, frente a la chimenea, comenzó a leerme un ajado libro. Completó esa lectura en un par de fines de semana y yo retuve para siempre el final de ese ejemplar gastado: “Me voy como quien se desangra”. La señora, que hacía comentarios sobre Victoria Ocampo con mi madre, era Adelina del Carril. Hace poco vi en una vitrina esa primera edición de Don Segundo Sombra. Pensé que en los días de mi infancia existía para mí una valoración de las ediciones inversa a la que tengo hoy: prefería las nuevas, las últimas, a las primeras. Me sucedió con Güiraldes y con Borges. También pensé que cuando leí Cultura y sociedad, de Marcuse, y Ensayos escogidos, de Benjamin, en los primeros ’70, no tenía la menor conciencia del significado que tenía que fueran ediciones de Sur.
Mi interés y mi admiración por Victoria han ido creciendo a medida que la fui conociendo más y más. Lo último de ella que leí fue su Autobiografía, y allí descubrí que había tenido una aventura con un personaje remoto de mi infancia del que mi madre siempre hablaba con admiración y que murió en el año en que yo nací. “Tío Vicente” para mi madre, Vicente Almandos Almonacid fue un gran aviador y un héroe de guerra y me pareció –cómo decirlo- una “curiosidad” encontrarlo en las memorias de Victoria. Fue cuñado de aquella señora de la bolsa de agua caliente, puesto que se casó con Lolita Güiraldes, quien lo abandonó por un vendedor de diarios. Todo un escándalo para su clase y para su época.
Miné Cura me contó hace poco que Victoria ayudaba y acompañaba a Lolita, cuando la mayoría de sus amigos y familiares la reprobaban.
Hace casi una década, en el prólogo de La contradicción argentina dije que mi biblioteca ha funcionado como un pequeño club de amigos, leales e inteligentes. Y que con el tiempo se ha acentuado mi afecto –esa es la palabra- por los libros. También dije que en una sociedad determinada por los medios de comunicación audiovisual, en una sociedad icónica, el libro constituye para mí el último refugio reflexivo del hombre contemporáneo. La pausa que exige nos abstrae del vértigo y el vacío al que nos arroja casi siempre la presión mediática. Como la sana amistad, crea el ámbito propicio para conocer y conocernos mejor. En ese club de amigos, hoy hay dos amistades preferidas, las más íntimas, las más frecuentes e intensas. Curiosamente esos dos amigos nunca se entendieron bien. Será por eso que intento reconciliarlos en el capítulo quinto.

Epílogo al libro Victoria Ocampo, Ediciones Larivière, 2003

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